Dos de la tarde. Una uruguaya,
una catalana, una madrileña y un vasco, la combinación perfecta para discutir sobre política. En principio, el consenso parece
difícil y más si uno de los integrantes de la discusión prefiere comenzar el
ensayo con el siguiente comentario: “un vasco y tres personas más”. Con la idea
más o menos planteada y un bloc de notas bajamos a reponer fuerzas a “100 Montaditos”. Eligiendo los
pedidos empezamos a discutir sobre las distintas maneras de vivir esta
asignatura. Todavía no nos habían
servido cuando a la vista de las distintas opiniones y de lo difícil que sería
llegar a un acuerdo, alguien exclama: “¡cada uno tiene su opinión, no discutáis
más!”. En ese minuto de silencio posterior nos dimos cuenta que acabábamos de
actuar de la misma manera que los políticos a los que íbamos a criticar. Sin
llegar a ninguna conclusión, la conversación quedó zanjada.
Quedarse callado es una opción,
pero no es la única forma de renunciar al diálogo. Tergiversar, contradecir,
descontextualizar, perder las formas,
etc. Son también ejemplos que suelen
terminar con la pérdida del sentido y fin último de las palabras. Rápidamente
nos comenzamos a “ladrar” y nos olvidamos de que: “Quien de verdad sabe de qué
habla, no encuentra razones para levantar la voz”1.
Hace un par de semanas acudimos a
una conferencia sobre “Fe y política”, a cargo de Julio Banacloche. Durante la
ronda de preguntas contó su experiencia en el parlamento: el Partido Popular le
había pedido que defendiera la inconstitucionalidad de la ley del aborto, al
llegar al parlamento expuso su discurso ciñéndose en todo momento al problema
legislativo. En ningún momento atacó la legalización desde el punto de vista
moral. Sin embargo, al finalizar, el representante del PSOE exclamó: “¡Usted
quiere imponer su postura!”. Para contestar a Banacloche este diputado había
preparado un discurso, prejuicioso, que no solo no se adecuaba a lo que este
había expuesto, sino que le había
imposibilitado una escucha atenta.
Cuántas veces nos pasa que antes de que el otro exponga su idea, ya
estamos pensando en cómo vamos a defendernos. Parece que nos gusta escucharnos
hablar a nosotros mismos, más que llegar a verdaderas soluciones. Fácilmente,
renunciamos a pensar en nombre de una falsa tolerancia. Sin escucha, todo
discurso político queda en la mera opinión, de la misma manera que sin diálogo
toda amistad queda en la superficialidad.
Finalmente consideramos que la
existencia de un diálogo argumentado e interactivo en el que los participantes
se escuchan mutuamente y expresan de
manera racional y bien argumentada su opinión, representa la condición básica
de un régimen democrático y que no solo sienta las bases del discurso político,
sino que tiene lugar también en las conversaciones más cotidianas. Todo ello se
resume en un conjunto de normas
cívicas fundamentadas en el respeto, la
escucha y la capacidad de expresión de cada uno de los componentes que dialogan
e interactúan para la búsqueda de “soluciones” concretas, en el caso de los
políticos, o por el mero enriquecimiento
personal, llegando incluso a aceptar como propias las ideas del oponente que
con su discurso y nuestra actitud receptiva han llegado a convencernos.
Pamplona, Noviembre2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario