miércoles, 28 de noviembre de 2012

Mi perro también es demócrata


Dos de la tarde. Una uruguaya, una catalana, una madrileña y un vasco, la combinación perfecta  para discutir sobre  política. En principio, el consenso parece difícil y más si uno de los integrantes de la discusión prefiere comenzar el ensayo con el siguiente comentario: “un vasco y tres personas más”. Con la idea más o menos planteada y un bloc de notas bajamos a reponer  fuerzas a “100 Montaditos”. Eligiendo los pedidos empezamos a discutir sobre las distintas maneras de vivir esta asignatura.  Todavía no nos habían servido cuando a la vista de las distintas opiniones y de lo difícil que sería llegar a un acuerdo, alguien exclama: “¡cada uno tiene su opinión, no discutáis más!”. En ese minuto de silencio posterior nos dimos cuenta que acabábamos de actuar de la misma manera que los políticos a los que íbamos a criticar. Sin llegar a ninguna conclusión, la conversación quedó zanjada.
Quedarse callado es una opción, pero no es la única forma de renunciar al diálogo. Tergiversar, contradecir, descontextualizar,  perder las formas, etc.  Son también ejemplos que suelen terminar con la pérdida del sentido y fin último de las palabras. Rápidamente nos comenzamos a “ladrar” y nos olvidamos de que: “Quien de verdad sabe de qué habla, no encuentra razones para levantar la voz”1.
Hace un par de semanas acudimos a una conferencia sobre “Fe y política”, a cargo de Julio Banacloche. Durante la ronda de preguntas contó su experiencia en el parlamento: el Partido Popular le había pedido que defendiera la inconstitucionalidad de la ley del aborto, al llegar al parlamento expuso su discurso ciñéndose en todo momento al problema legislativo. En ningún momento atacó la legalización desde el punto de vista moral. Sin embargo, al finalizar, el representante del PSOE exclamó: “¡Usted quiere imponer su postura!”. Para contestar a Banacloche este diputado había preparado un discurso, prejuicioso, que no solo no se adecuaba a lo que este había expuesto, sino que le había  imposibilitado una escucha atenta.  Cuántas veces nos pasa que antes de que el otro exponga su idea, ya estamos pensando en cómo vamos a defendernos. Parece que nos gusta escucharnos hablar a nosotros mismos, más que llegar a verdaderas soluciones. Fácilmente, renunciamos a pensar en nombre de una falsa tolerancia. Sin escucha, todo discurso político queda en la mera opinión, de la misma manera que sin diálogo toda amistad queda en la superficialidad.
Finalmente consideramos que la existencia de un diálogo argumentado e interactivo en el que los participantes se escuchan mutuamente y  expresan de manera racional y bien argumentada su opinión, representa la condición básica de un régimen democrático y que no solo sienta las bases del discurso político, sino que tiene lugar también en las conversaciones más cotidianas. Todo ello se resume en  un conjunto de normas cívicas  fundamentadas en el respeto, la escucha y la capacidad de expresión de cada uno de los componentes que dialogan e interactúan para la búsqueda de “soluciones” concretas, en el caso de los políticos, o  por el mero enriquecimiento personal, llegando incluso a aceptar como propias las ideas del oponente que con su discurso y nuestra actitud receptiva han llegado a convencernos.

Pamplona, Noviembre2012
1Leonardo Da Vinci




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